COMPARTIMO EN ESTA CELEBRACIÓN LAS PALABRAS DE NUESTRO ASESOR ESPIRITUAL
El Espíritu Santo abre la memoria, y nos
regala reconocer el paso de Dios por nuestras vidas. Palpar su obra de amor,
gustar sus dones, frutos y carismas, registrar su gracia, y afirmarnos en
Cristo. Tocarlo en la fe, y proclamarlo como único Señor y Salvador de los
hombres.
“El les recordará todo lo que yo les he
enseñado”, les dice Jesús a los apóstoles en la última Cena.
Y se los dice preparándolos para Pentecostés.
“Les recordará todo”, y los pacificará, los
reconciliará, los enviará. Porque la obra del Espíritu es tomar lo de Cristo y
derramarlo sobre su Iglesia, sobre cada uno de nosotros. Darlo actualizándolo.
Donarlo como novedad. Como gracia eficaz en el curso de la historia. Como ruah, como aliento vivificante, como
íntimo y dulce huésped del alma.
¿Conocen esta dulzura?
¿Conocen a Dios Espíritu Santo como suave
influjo interior, transformador, lleno de Vida, hacedor de cambios, despejador
de ruinas, barredor hermoso y silencioso en su divino purificar?
Así como Cristo entró en el Cenáculo estando
cerradas las puertas del lugar, así se introduce el Espíritu Santo en las
almas, para bordar sueños de fe, bendecir, misericordiar, y alentar los fuegos
del anuncio salvador.
Dios Espíritu Santo llega para renovar…
En nuestro tiempo se suele llamar nuevo a lo
novedoso. A aquello que llega impactando, sacudiendo, estresando, pero que no
dura, ni trae vida, ni construye en la Verdad , ni tiene fuerza de permanencia.
El mundo llama nuevo a lo novedoso, ruidoso, e
impermanente. Lo que no soportará la prueba del tiempo. Lo que acaba en mera
moda.
Nuestro Dios Espíritu Santo, en cambio, no
agita, aunque mueve. No grita aunque anuncia. No gusta del ruido aunque
promueve alabanzas. No llama fuerza a lo que se impone, aunque gobierna
soberanamente infundiendo salud, sabiduría, santidad, y vida eterna en las
almas.
El Espíritu Santo tanto nos mueve suavemente
hacia el interior, como nos envía hacia el encuentro con los otros.
Es como la respiración del alma del cristiano.
Soplo viviente. Aliento de Vida sobrenatural. Inspiración y exhalación del
hálito de fe. Luz. Gloria íntima del que espera en Cristo. Fuerza amorosa que
con sus dones, frutos y carismas hace presente la santidad de Dios en medio del
fragor de este mundo, y entre las escorias del pecado.
En Pentecostés, ¡Cristo nos regala su
Espíritu!
Para que ya no vivamos para nosotros mismos.
Para que no quedemos atrapados en la telaraña de los asuntos mundanos, ni
malgastemos el tiempo existiendo ajenos a nuestras máximas posibilidades, como de
espaldas al don que viene de lo alto, entretenidos con migajas que no alimentan
el corazón, llamado a saciarse solo en Dios.
En Pentecostés, una campana mayor con su
badajo de grave sonido parece invitarnos en el alma a buscar lo sagrado, a
encaminarnos a las fuentes de la
Vida santa, aquellas de las que Jesús le hablara a la
samaritana: “El que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener
sed”.
Pero también llaman en el alma las campanas
menores con sus arpegios, y nos dicen que el Espíritu Santo quiere encontrarnos
orantes y dispuestos, para recibir sabiduría, entendimiento, ciencia divina,
consejo, fortaleza, piedad y santo temor de Dios.
Y aún queda una última campana, con voz de ángel,
que nos pide que salgamos, y llevamos estas maravillas a los que se hunden en
la oscuridad o se ahogan en las fuentes tóxicas de la moda o la degradación
humana.
Es este el sonido de la campana de la
compasión.
Anunciar que Cristo quiere dar a todos el
germen de la Vida
eterna.
El quiere anticipar la gloria en nosotros, con
las primicias de su Espíritu.
“El que tenga sed que se acerque, y venga el
que quiera recibir gratis las aguas de la vida”.
Padre
Gustavo Seivane
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