Bendiciones para todos los pesebristas.
Camino a Pentecostés les comparto el sermón del domingo próximo.
Padre Gustavo Seivane
Ser fiel. Ser morada.
Amando portar al amante.
Ser viviente en la Fuente de la Vida. Movernos
en el amarse de las personas divinas. Existir en aquel que no muere.
Todo esto es bueno y hermoso. Santo, bendito y
posible.
Porque hay una fidelidad que nos asegura una
conversión, un cambio: transformarnos en hábitat divino, en casa de Dios, en
celda del Señor vivo.
La fidelidad a las palabras de Cristo, a
Cristo como Palabra de Dios, nos declara poseídos, embargados por la Trinidad
Santa.
“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi
Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”, dice Jesús.
La fidelidad a las palabras de Jesús no nos es
posible con nuestras pobres fuerzas.
San Agustín, concluyendo el Xº Libro de su
Confesiones dice:
“¡Oh amor que siempre ardes y nunca te
extingues! Da lo que mandas y manda lo que quieras”.
“Da lo que mandas”… Por eso, para ser fiel en
lo poco y hacer posible la fidelidad en lo mucho, el Señor Jesús nos prometió
un auxilio (no dejarnos huérfanos), un defensor, el fruto de su Pascua.
Nos prometió el envío del Espíritu Santo,
huésped y trabajador silencioso, que a la manera de un viento portador de
semillas benditas, o de un agua fertilizadora de toda la tierra espiritual, o
de un fuego alumbrador de caminos virtuosos y purificador de escorias, nos hace
fieles con su mismo amor.
“Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el
Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará
todo, y les recordará todo lo que les he dicho”, dice el Señor.
La Iglesia lleva al Espíritu Santo. El Espíritu Santo la asiste. Dios
Espíritu Santo es su alma.
Y es este Espíritu el que hace la unidad. El que reúne e integra las
diferencias, el que ordena lo múltiple en una misteriosa trama con sentido, el
que promueve la comunión y recoge todas las notas dispersas para una sinfonía,
el que ama y hace amar a Cristo, el que nos anima a heredar su victoria, la
vida nueva e inmortal.
El espíritu del mundo, en cambio, alienta la masificación, o la dispersión
vacía; lo roto, lo disolvente, lo egoico, lo laberíntico, lo que llegó a
llamarse con las obras emblemáticas de Samuel Becket o Ionesco (y como una
metáfora del fin de la modernidad): el teatro del absurdo.
Cristo no lleva al absurdo.
Y la fidelidad a las palabras de Cristo, con la gracia de su Espíritu
Santo, nos vuelven casa de Dios, o nos adentra en un vivir nuevo, en una
esperanza cierta, en el perfume de la resurrección.
Si Dios es amado, si existimos en comunión con él, si coincidimos con
él, si concordamos con su voluntad, si rehuimos lo indigno del nombre de
cristianos, si favorecemos la oración como el encuentro amable con el que
sabemos que nos ama, si confiamos, casi sin darnos cuenta nos vamos
convirtiendo en seres nuevos, en bienaventurados, en hostias vivas, en fieles
de corazón.
Busquen en sus vidas, abran la memoria y exploren:
¿Cuándo fueron más felices en la fe, cuándo permanecieron más serenos,
o más fuertes, o más lúcidos y prudentes; cuándo más humildes, o compasivos,
reconciliadores, o pacientes?
Más allá de las circunstancias, más allá de los eventos externos de
prueba o fiesta, miren en el interior.
¿Cuándo sintieron una coincidencia santa con Dios, una unción interior,
una verdadera paz?
Pues en esos instantes fueron fieles a la palabra de Cristo. En esos
momentos la fidelidad actuó; aún para volver del pecado, la fidelidad actuó.
¿No dice el hijo de la parábola: “… ahora mismo volveré a la casa de mi
padre, y le diré Padre pequé contra el cielo y contra ti”?
Nos encaminamos como Iglesia a celebrar un nuevo Pentecostés. Una nueva
efusión del Espíritu Santo.
Deseamos que este don venido de lo alto, nos haga más fieles a Cristo,
y por eso mejores hospederos de la vida de Dios. Amén.
Padre Gustavo Seivane
No hay comentarios:
Publicar un comentario