Creer sin haber visto. Creer. Creerle a
aquellos formidables testigos, a los magníficos mártires, a las desvalidas
mujeres, a los encendidos predicadores, a los santos locos, a los sabios que
propagaron como un regadero de luz la
Vida nueva, y la sembraron con limpieza de alma, aborreciendo
la oscuridad del mundo, portando una sabiduría insuperable, un evangelio
esperanzador, una Buena Noticia que vino a levantar un edificio espiritual
cobijador de pueblos y razas, elevando así la vida de los hombres, sanando las
costumbres, generando arte, alabanza, doctrina; adorando y dando Gloria a Dios,
por Jesús, el que vive, el que resucitó de entre los muertos.
¡Ha Resucitado Jesús!
¡Creemos!
Un fino velo se extiende entre este mundo y el
venidero. Un velo que se rasgará.
“Nuestros ojos contemplarán al Señor en su
belleza”, dice Isaías, el profeta.
Y el salmista canta con formidable impulso:
“Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa
serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me
saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”.
La muerte no retuvo a Jesús.
La muerte murió a manos de su amor.
Dios lo hizo. Jesús no fue entonces un mero
hombre bueno y un gran taumaturgo, sino el divino Salvador.
Lo revela su Resurrección. Lo testimonian los
apóstoles y las mujeres. Lo confirman los santos, lo celebran los cristianos de
todos los tiempos. Lo canta la
Iglesia , su Esposa, “en cuyo regazo hemos aprendido cuanto
sabemos, y hemos de aprender cuanto podamos saber”, según la sabia apreciación
de Paul Claudel.
Se abrió la Vida para los mortales…
Estaba cerrada la fosa. No había más que
sepulcros como horizonte. No más que la última corrupción para cada uno de
nosotros.
Cristo abrió lo que estaba sellado. Soltó los
lazos, cortó las garras, quebró las cadenas de la muerte.
Cristo resucitando abrió la Vida del Creador para las
criaturas humanas.
Creer en él es participar ya de esa Vida. No
en una mera vida alargada, sino en una Vida totalmente nueva, Vida en Dios,
Vida en la plenitud poderosa y amante de la Santísima Trinidad ,
Vida sin muerte, ni defecto, Vida en la comunión sublime con el vencedor Jesús,
Vida en su banquete de conocimiento, conversación, y gozo, repartido en una
sinfonía perfecta coronada de ángeles y santos, Vida junto a María, la dulce
Madre del Rey, la Señora
de la Misericordia.
Morir será iniciar una metamorfosis. Será
acceder a lo divino para siempre, al exceso santo, a la Gloria superadora de todo lo
que se puede pensar o imaginar.
Y Cristo lo hizo.
Por vos murió. Murió por mí. Y resucitó
queriendo darnos la Vida ,
cuya felicidad exige una preparación, una gestación, una disposición, donde la
gracia, desde ahora sea acogida, y así nos vaya constituyendo, y haciéndonos
capaces de resistir el embate del Señor, de su Juicio, de su Poder santo, de su
Sagrada presencia, de su tremenda Gloria, de su fascinante mirada, de sus ojos de
fuego, de su abrazo, que es el de aquel que nos amó primero.
Cristo rompió los límites. Todo le está sometido.
Tiempo y espacio no le afectan. Abrió el infinito y lo inmenso para los que
creen y viven en él. Para quienes aceptan su invitación a seguirlo, a cargar la
cruz, y testimoniarlo vivo hasta el final.
Saltaremos el abismo de la muerte con el soplo
de su Espíritu…
“Les mostró sus manos y su costado”, nos dice
Juan.
Y al reconocerlo, mientras recibían el saludo
de la paz, rebosaban de alegría.
Así nos muestra el Señor cómo los dolores,
fracasos, y heridas de nuestras breves existencias, serán sublimadas en la Gloria , y formarán parte de
nuestra identidad, de nuestro ser personal, único e irrepetible.
Y cómo nuestras marcas nos aumentarán la
felicidad, por haber sido compañeras de las de Cristo.
Todo dolor ahora tiene sentido. Toda herida
será luz de Vida. Todo sufrimiento vivido en Cristo será como la música de la Resurrección.
¡Felices los que creen sin haber visto!, dice
el Señor.
No necesitamos poner el dedo en sus manos, ni
la mano en su costado. ¡Creemos!
Ahora mismo, ya no atravesará las puertas
cerradas de aquel cenáculo, sino todo nuestro ser.
Al comulgar no dejemos de alabarlo por su
poder, y de darle gracias por su amor. Amén.
Padre
Gustavo Seivane
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